Hay mundos que cuelgan de los árboles.
Dylan Thomas
París-Texas, Wim Wenders, 1984.
Nos quejamos a veces
de lo lejos que estamos los unos de los otros.
De lo apartados que parecen
los cuerpos,
el aliento,
esa bufanda de ese cuello,
estas manos del suelo.
Nos quejamos
de lo rápido que camina aquel hombre
porque cruza la avenida sin mirar
y sus piernas parecen una legión
de soldados veloces.
De lo despacito
que va la señora de azul
porque camina mirando las baldosas,
cuidando de no pisar ninguna fisura del suelo.
Nos quejamos.
Del precio de las naranjas,
de los horarios de los autobuses,
de las líneas de metro,
de la radio de la vecina,
de los perros,
de las putas,
de las esquinas llenas de perros y putas,
del carmín en una camisa,
del ruido del frigorífico,
de, noche tras noche,
no poder dormir.
Pero nadie repara en ellas,
en esas masas de hormigón,
tierra y pluma.
Nadie advierte su angustia,
su soledad:
nadie habla del cansancio de las ciudades.
Rocío.