Era en la alegre mocedad de nuestras bocas,
en los días de gracia perenne en la memoria.
Recuerdo aquellas tardes, el parque solitario,
cómo sobre la prohibida hierba anochecida
jugaron al coger tus labios y los míos.
Antonio Rivero Taravillo
(Fotografía: Laura Makabresku)
Aquella noche el mar no tuvo sueño.
Cansado de contar, siempre contar a tantas olas,
quiso vivir hacia lo lejos,
donde supiera alguien de su color amargo.
Con una voz insomne decía cosas vagas,
barcos entrelazados dulcemente
en un fondo de noche,
o cuerpos siempre pálidos, con su traje de olvido
viajando hacia nada.
Cantaba tempestades, estruendos desbocados
bajo cielos con sombra,
como la sombra misma,
como la sombra siempre
rencorosa de pájaros estrellas.
Su voz atravesando luces, lluvia, frío,
alcanzaba ciudades elevadas a nubes,
cielo Sereno, Colorado, Glaciar del infierno,
todas puras de nieve o de astros caídos
en sus manos de tierra.
Mas el mar se cansaba de esperar las ciudades.
Allí su amor tan sólo era un pretexto vago
con sonrisa de antaño,
ignorado de todos.
Y con sueño de nuevo se volvió lentamente
adonde nadie
sabe de nadie.
Adonde acaba el mundo.
(Cernuda)
No intentemos el amor nunca nos recitaba el poeta vestido con un traje de lino mientras tu mano se pierde bajo mi blusa recién planchada y yo intento sofocar el ardoroso calor de Coyoacán.
No intentemos el amor nunca parece repetir de nuevo su eco; nunca es en ninguna ocasión más según un diccionario tradicional (negando así el retorno del tiempo), nunca es morderme la piel cuando nadie nos mira según nuestra semántica no aprendida.
Nunca intentar el amor e intentarlo infructuosamente todas las veces y en todos los cuerpos.
Una tarde de verano de 1953, Coyoacán, un par de poetas, mi blusa, tus manos:
sí, el amor fue sólo un pretexto.
Rocío